Por Jairo Guerrero*
Vivimos en una época donde la música parece estar más disponible que nunca. Con un teléfono en la mano puedes acceder a millones de canciones y llevar una fonoteca casi infinita en el bolsillo. La narrativa dominante dice que eres más libre que nunca para elegir qué escuchar. Sin embargo, esa libertad es más ilusión que realidad. El oyente de hoy ha terminado por entregar esa autonomía a un mecanismo invisible. No hablamos solo de los algoritmos, sino también de la actitud con la que te acercas a ellos: la pereza de dejar que otro decida por ti.
En estos tiempos, lo delicado es que esta lógica no solo condiciona la escucha: también moldea la creación. El algoritmo no se limita a dictarle al oyente qué debe oír, sino que ordena a la industria qué producir. De forma casi invisible, empieza a trazar líneas estéticas universales.

Rutas marcadas
Hoy basta con abrir la aplicación y aceptar lo primero que aparece en pantalla. El gesto se repite millones de veces al día: play en la misma lista de siempre, play en la recomendación automática, play en el carrusel que encabeza la portada digital. Tu libertad de elección se ha reducido a un zapping perezoso donde crees decidir, pero en realidad sigues el camino que alguien más trazó para ti.
Algo parecido ocurre con la inteligencia artificial; leía en un artículo reciente que muchas empresas que apostaron por reemplazar humanos con IA ahora se ven obligadas a recontratar personal para corregir los errores: códigos mal programados, diseños torpes, textos que necesitan ser reescritos. En la música pasa lo mismo: el algoritmo, en vez de ampliar horizontes, ha erosionado la curaduría sonora, ha deformado el gusto y ha empobrecido la escucha. Por eso no es casual que resurjan las playlists elaboradas por personas con criterio estético y oído entrenado, ni que los formatos físicos —vinilo, casete e incluso CD— se vuelvan a poner de moda. Ese regreso habla de un cansancio: del hastío frente a la rutina de las recomendaciones automáticas y del deseo de reconectar con una experiencia más orgánica y tangible de la música.
Y aquí aparece un matiz importante: no se trata de demonizar a las plataformas ni a los algoritmos. Son herramientas útiles. El problema surge cuando el oyente, teniendo acceso a todo ese universo, delega la exploración, cediendo su autonomía a un sistema que decide por él.

La comodidad ha ganado la partida. Lo cómodo se vuelve hábito, y el hábito dependencia. ¿Para qué invertir energía en armar listas propias, si ya hay miles de playlists diseñadas para cada estado de ánimo, cada situación, cada tendencia? La experiencia de la música se ha convertido en un consumo automático, donde lo inesperado, lo desafiante, lo que necesita varias escuchas para ser comprendido, queda fuera del radar del oyente.
Quizá en este punto se esconde una clave más profunda: lo que ocurre con la música no es tan distinto de lo que sucede en la vida cotidiana. Preferimos permanecer en ese espacio cómodo —el del playlist conocido, la lista que nunca falla—, del mismo modo que evitamos salir de la rutina, cambiar de rumbo o confrontar lo que nos incomoda. La psicología lo describe bien: el cerebro busca ahorrar energía y se aferra a lo familiar, incluso si esto nos empobrece. Lo cómodo nos protege, pero también nos limita. Y así como en la vida personal la innovación exige abandonar la zona de confort, en la escucha musical, el descubrimiento exige un acto de voluntad: atreverse a buscar más allá del algoritmo, exponerse a lo que desafía, lo que rompe el molde.
En ese mismo sentido, la escucha también se convierte en un espejo de nuestra vida. Si no estamos dispuestos a dejar entrar lo inesperado, a probar sonidos distintos o a interrumpir la rutina de siempre, terminamos atrapados en un ciclo que se repite sin ofrecer nada nuevo. Y así como ocurre con la música, sucede con la existencia: sin riesgo, no hay crecimiento. La forma en que consumimos canciones dice mucho de nosotros; revela si elegimos la comodidad o si preferimos la aventura; si nos dejamos llevar por la inercia o si aún tenemos la curiosidad intacta para explorar lo desconocido.

Autonomía en tiempos del algoritmo
La música, en este ecosistema, ha dejado de ser un espacio de descubrimiento para convertirse en un simple fondo de compañía. Las playlists ya no buscan sorprender ni exigir; tampoco generar una experiencia estética profunda. Así se normaliza la música como un consumo de baja intensidad: piezas hechas para sonar sin molestar, canciones diseñadas para no reclamar demasiada atención. Y en esa dinámica, el algoritmo se retroalimenta: canciones más cortas, públicos más impacientes, listas previsibles, obras mutiladas.
Lo delicado es que esta lógica no solo condiciona la escucha: también moldea la creación. El algoritmo no se limita a dictarle al oyente qué debe oír; ordena a la industria qué producir. De forma casi invisible, empieza a trazar líneas estéticas universales: cómo debe comenzar una canción, cuánto debe durar y, siendo honesto, como la mayoría de la música que circula en el mundo mainstream no es la más virtuosa, sino la que responde mejor a esa lógica matemática, el resultado es un deterioro paulatino. Cada vez hay menos músicos y más “creadores de contenido”, menos búsqueda artística y más obsesión por la fórmula que asegure reproducciones.
Es un fenómeno que se parece mucho al de las redes sociales con los llamados influencers, cuya función no es necesariamente generar contenido en el sentido profundo de la palabra, sino generar likes, tendencias, tráfico. En la música ya pasa lo mismo: proliferan artistas que producen “contenidos con música”, más que música con verdadero contenido. Canciones descartables y cumplidoras con un algoritmo y no para dialogar con el oyente.

Lo curioso es que, mientras tanto, la industria se obsesiona con otro debate: el lugar de la inteligencia artificial en la creación musical. ¿Qué tanto está componiendo la IA? ¿Qué tanto es obra del productor humano? ¿Dónde empieza la máquina y dónde termina la mano del artista? Pero si lo piensas bien, la inteligencia artificial ya lleva tiempo dictando el rumbo, aunque no aparezca en los créditos. Porque el algoritmo que decide qué suena, qué se comparte y qué se olvida, es en sí mismo una forma de inteligencia artificial. Puede que muchas canciones no hayan sido escritas por una IA, pero sí responden a lo que esa IA impone.
Regresando al oyente, la pregunta entonces no es técnica, es cultural: ¿qué significa escuchar con autonomía en tiempos del algoritmo?
Recuperar esa autonomía no significa dejar de usar plataformas ni renunciar a la tecnología, sino reapropiarte de la escucha. Significa armar tus propias listas con paciencia, buscar artistas fuera del radar, dejar que la curiosidad guíe más que la comodidad. Significa también darle tiempo a la música: escuchar un disco completo, dejar que corran las canciones sin adelantarte, arriesgarte a pasar por piezas difíciles. Porque la música, en el fondo, no es solo entretenimiento. Es memoria. Cuando dejas que otros decidan por ti, cedes no solo la elección de canciones, sino también la construcción de tu banda sonora personal. Quizá el mayor desafío para el oyente contemporáneo no sea encontrar música nueva, sino volver a elegirla. Atreverse a salir del piloto automático, recuperar el gesto de decidir con cuidado qué vale la pena escuchar, qué merece ser parte de tus horas.

Recupera el acto de elegir
Si de verdad quieres recuperar tu autonomía como oyente, no hace falta una revolución tecnológica: basta con pequeños gestos que te devuelvan el poder de decidir. Por ejemplo, en Spotify existe la opción de escuchar la radio de una canción: un truco sencillo que abre puertas a universos inesperados, porque el algoritmo —al trabajar por afinidad estructural y sonora— empieza a mostrar piezas que de otro modo pasarían desapercibidas. Esa deriva, a veces azarosa, es una forma de hackear al propio sistema para encontrar lo que no estaba en tu radar.
Otra práctica valiosa es dedicar un momento de la semana a escuchar música que no entra en tu rutina habitual. Puede ser un género que nunca has explorado, un disco que no conoces…esa pequeña dosis de riesgo altera el patrón del algoritmo: De ahí en adelante, las Recomendaciones Semanales dejan de ser un refrito de lo mismo y se convierten en un mapa de descubrimientos. Pero para llegar a eso, tienes que dar el primer paso: alimentar al sistema con curiosidad.
En el fondo, se trata de reconciliar la comodidad con la aventura.
Al final, la pregunta que abre este artículo sigue vigente: ¿quién decide lo que escuchas? Si la respuesta es “el algoritmo”, entonces tu autonomía se ha perdido, pero si recuperas ese gesto sencillo y poderoso de elegir por ti mismo, la música volverá a ser lo que siempre fue: un territorio de libertad, de exploración y de encuentro con lo que todavía no sabías que necesitabas escuchar.
*Es artista sonoro, productor musical con más de 30 años de trayectoria en la escena musical. Su trabajo abarca desde la electrónica rítmica y la experimentación sonora, hasta la creación de puentes entre música y literatura, como en su proyecto Techxturas Sonoras. Es miembro de la Academia Latina de Grabación (Latin Grammy). Contacto: www.soyjairoguerrero.com



